BUENOS AIRES - “Fueron charlas milanesas las que me llevaron hasta el Valle de Cinti, en Bolivia”. Con esta frase, Luca Francesconi resume perfectamente el sentido de su viaje: un recorrido hecho de conexiones, pasiones compartidas, encuentros que abren caminos nuevos, a veces inesperados, llenos de oportunidades.

Luca es el fundador de la bodega Josef, en Peschiera del Garda (Verona), donde cultiva variedades autóctonas de las colinas de Mantua (como Rondinella, Garganega y Rossanella), a través de la fermentación con levaduras naturales, sin recurrir a productos de síntesis y guiándose por prácticas biodinámicas.

Sus botellas se reconocen por las etiquetas minimalistas: “Una etiqueta blanca no significa vacía, sino un espacio potencial, cargado. Tiene todo lo que hace falta”, explica.

Después de recibirse en Historia del Arte, empezó a trabajar en una bodega cooperativa y, paso a paso, se metió de lleno en el mundo del vino, sin abandonar del todo el arte y la escritura.

“La profesión que tengo en el alma es la de escultor, que sigo ejerciendo y que me enriquece profundamente —afirma—. Me dediqué al vino porque también me apasiona. Para mí no existe el concepto de hobby: si algo te gusta, tenés que convertirlo en tu oficio”.

Vivió en Francia, trabajando entre el arte y los viñedos, afinando un enfoque artesanal y cultural de la viticultura. En 2014 volvió a su tierra, haciendo realidad el sueño de fundar una bodega. Así nació el proyecto Josef.

Una botella de vino Josef, con su típica etiqueta minimalista.

En 2024, una serie de charlas en Milán sobre Argentina −sobre el Malbec, los viñedos de Mendoza y Buenos Aires− se transformaron en un itinerario de viaje. “De ahí nació la idea. Charlas entre amigos y colegas”.

En Buenos Aires conoció a Constant Anée, un restaurador francés y alma del restaurante À nos amours, que se convirtió en un punto de referencia y un puente hacia el mundo del vino sudamericano. Un encuentro que se volvió una oportunidad, al punto que decidió volver en 2025, por un mes entero, durante la vendimia.

Entre encuentros y degustaciones visitó Mendoza, Salta, y luego cruzó la frontera hacia Bolivia, acompañado por Mauricio, un sommelier boliviano que había vivido en Milán. “Fue un viaje lleno de descubrimientos: desde grandes bodegas hasta pequeños productores”.

En Buenos Aires, el azar hizo lo suyo. Poco antes de regresar, conoció a las organizadoras de la Feria Salvaje, gracias a Constant. “Nos encontramos, llevé la última botella que me quedaba y al día siguiente me llevaron a almorzar al Delta del Tigre. Así fue como terminé participando de la feria”.

Esa tercera experiencia encendió en él el deseo de construir algo en Argentina. “Me gustaría seriamente iniciar un proyecto acá. Hay desafíos, pero también muchas posibilidades”.

Uno de los aspectos que más le llamó la atención es lo común que resulta en Argentina comprar uva a otros para producir vino propio. “En Italia se ve casi como hacer trampa, pero acá es una práctica legítima para buscar características distintas, microterroirs, lugares especiales”.

Hoy Luca quiere “estar” en Argentina, construir relaciones, encontrar formas de trabajar, compartir. “Me encanta este lugar. Y quiero encontrar formas y personas para hacer algo serio”. ¿Su proyecto a futuro? “Importar mi vino, tal vez embotellar acá, y algún día llegar a producir todo directamente desde la vid. Cuidar cada etapa, como hago en Italia”.

La clave, para él, es la red. “Entendí que la distribución cambió, y me ocupo yo mismo. Mi red cubre 200 restaurantes, sobre todo en Milán, un número nada despreciable que, para un artesano, es una satisfacción enorme”.