BUENOS AIRES – Marco Carrera está sentado en el sillón de espaldas, con una nena pequeña en sus rodillas, cuando recibe un llamado por teléfono. Uno de esos que nadie quiere recibir.
De eso se trata la esencia de El colibrí, una película de Francesca Archibugi de 2022, basada en la novela homónima de Sandro Veronesi (editada en Italia por La nave di Teseo) recién estrenada en Buenos Aires, luego de su emisión en la Argentina el año pasado, durante la Semana de Cine Italiano, con la participación de la directora.
Archibugi dirigió obras como Mignon vino a quedarse, La gran calabaza y El árbol de las peras. La película -fiel a la novela- relata la historia de un hombre común. Una historia de vida cristalizada en torno a un hecho que nunca pudo concretar y -por eso mismo- protegido por lo efímero y del riesgo a corromperse, pero también de la posibilidad de hacerse de carne y hueso, de cobrar vida, de evolucionar. A pesar de todo.
El título hace alusión al apodo del protagonista Marco Carrera (interpretado por Pierfrancesco Favino, como la mayoría de las películas italianas producidas en los últimos años). Un apodo ligado a la baja estatura que tenía cuando era niño y a la energía con la que el pequeño pájaro bate sus alas para permanecer siempre en el mismo lugar. Una metáfora de la vida del personaje.
Es una historia de tramas familiares, de relaciones horizontales (hermanos, esposos, amigos) y verticales (padres-hijos, abuelos-nietos, psicoanalistas-pacientes), contadas a través de saltos temporales bastante bien logrados (a excepción del maquillaje que utilizan para envejecer a los actores), que no confunden, sino que le dan movimiento a la historia.
Además de Favino, el elenco está integrado por otros nombres conocidos en el exterior: Laura Morante, Kasia Smutniak (una polaca naturalizada italiana), Nanni Moretti (en el papel del psicoanalista, con una actuación algo “sobreactuada” y muy "morettiana") y la franco-argentina Bérénice Bejo.
El guion refleja el registro típico de las historias de Veronesi: los malentendidos y los pequeños o grandes engaños que marcan el rumbo de una vida y de los que, en retrospectiva, al atardecer, nos reímos con amargura y nos regocijamos con nostalgia.
La parte menos acertada es el final, que solo podemos considerar con mucha condescendencia una simple "cita” de Las invasiones bárbaras (película que la novela, para atajarse, menciona).
Y hay un agravante: el de no limitarse a describir una elección entre las muchas posibles de forma más o menos acertada, sino querer explicar al espectador qué debe pensar y por qué. Es probable que el espectador esté de acuerdo, aunque quizás prefiera llegar a esa conclusión por su cuenta.
Seguramente el público argentino sabrá apreciar los paisajes: la Piazza di Santo Spirito y el Ponte Vecchio en Florencia, ciertas terrazas romanas desde las que se divisa la plaza de San Pedro... Y el golfo de Baratti, en la Toscana, donde las familias de los dos protagonistas pasan sus vacaciones.
También está el Maggiolone descapotable, una metonimia de una Italia que ya no existe. Y que tal vez nunca haya existido, aunque sigue haciendo soñar a la gente que vive fuera de Italia.