BUENOS AIRES – Hay episodios en la vida de todas las personas que marcan un antes y un después. Una vez que suceden, ya nada es igual que antes.

Historias que esperan años, en silencio, guardadas en algún rincón de la memoria y compartidas con pocos. Y un día gritan para salir, para ser contadas.

Ricardo Capelli tenía 17 años cuando en 1954 conoció al padre Carlos Mugica, que pocos años después -fascinado por la Teología de la Liberación- fundaría con otros compañeros el grupo "Sacerdotes del Tercer Mundo".

No es que Mugica fuera mucho más grande: tenía 24 años. A sus espaldas, varios exámenes en la Facultad de Derecho, un viaje a Roma y el posterior descubrimiento de su vocación.

Para Ricardo, hijo de genoveses, fue el comienzo de una amistad que lo llevó a un compromiso compartido por las personas más necesitadas. Se convirtió en su colaborador más confiable y su asociación continuó, como se dice, hasta su último aliento.

Ricardo y el padre Mugica estaban juntos cuando el 11 de mayo de 1974 fueron atacados por un grupo paramilitar perteneciente a la Triple A (la Alianza Anticomunista Argentina que, incluso antes del golpe de 1976, había sido responsable de asesinatos y desapariciones).

Carlos había celebrado una misa en la parroquia de San Francisco Solano, en el barrio porteño de Mataderos. Desde ahí, con Ricardo, planeaban ir a un asado en la Villa 31, uno de los barrios pobres de la capital, que había crecido de manera desordenada por la llegada de inmigrantes de otros países sudamericanos o de zonas deprimidas de Argentina.

Personas de escasos recursos en busca de un futuro mejor que, al llegar a Buenos Aires, no pudieron encontrar un trabajo formal, mucho menos una casa para alquilar, y terminaron hacinados en zonas periféricas, desprovistas de obras de urbanización, donde construyeron casas precarias con el riesgo de ser desalojados ante la primera especulación inmobiliaria.

El Padre Carlos había construido allí la parroquia de Cristo Obrero donde acompañaba a los vecinos del barrio con asistencia espiritual y material.

Esa mañana de 1974, Ricardo y Carlos se reunieron para tomar un café después de la iglesia y se dirigieron a la Villa 31. Nunca llegaron. Fueron atacados por una patota y acribillados a balazos.

Fueron llevados al hospital, pero pasó mucho tiempo antes de que un profesional de la salud decidiera visitarlos. Cuando finalmente llegó el cirujano, se dio cuenta de la gravedad de la situación y ordenó que llevaran al padre Carlos al quirófano. Pero él, perfectamente consciente, dijo que tratara primero con Ricardo “porque está más grave”. Le salvó la vida poco antes de morir.

Dar la vida por los amigos: el mensaje evangélico vivido al pie de la letra.
“Fuerza Ricardo, fuerza” lo animó al ver que se lo llevaban en camilla.

Hoy Ricardo tiene 87 años y recogió sus recuerdos (su amistad con Carlos, su compromiso con los pobres y por los pobres, el atentado y los años de dictadura...) en un libro con un título significativo: Antes y después del asesinato de mi amigo, el padre Mugica, editado por Grupo Editorial Sur, declarado “obra de interés” para la comunicación social y la defensa de los derechos humanos por la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Ricardo está conmovido. “Inmensamente emocionado –dice–. Hoy Carlos Mugica está más vivo que nunca y siempre lo estará”. En la memoria de Ricardo, pero sobre todo en sus obras. En la Villa 31, que ahora lleva su nombre. En la iglesia del Cristo Obrero, donde reposan sus restos. Entre aquellos pobres a quienes el cura quería dar dignidad y conciencia política.