BUENOS AIRES – Con la muerte de Lita Boitano este jueves 6 de junio, los 92 años, se va otro pedazo de la historia.
Una historia que es, al mismo tiempo, italiana y argentina. Por los orígenes familiares (vénetos) de Ángela “Lita” Catalina Paolín de Boitano, exponente de Madres de Plaza de Mayo – Línea fundadora. Pero sobre todo por las implicaciones, las idas y vueltas, las coincidencias y las fatalidades que vinculan a la protagonista de esta historia a los dos países. De una vida que, si fuera una novela, no sería creíble.
“Demasiado largo, Capelli –me habría dicho cualquier editor–. Sacá algo”.
Pero la realidad, dicen, siempre supera la fantasía. Y, a diferencia de la ficción, no es necesario que sea verosímil.
Cada vez que la veía en Buenos Aires le decía, en broma, que si yo había decido mudarme desde Italia hasta Buenos Aires, era en parte culpa suya. Suya y de nuestro primer encuentro, un día muy caluroso, en la sala-búnker de la prisión de Rebibbia en Roma, en el 2000.
En ese momento estaban siendo juzgados, en ausencia, siete militares argentinos acusados de haber llevado a cabo, durante la última dictadura cívico-militar argentina, el secuestro y asesinato de siete ciudadanos italianos: Mario Marras, Martín Mastino, Alberto Fabbri, Daniel Ciuffo, Norberto Morresi, Pedro Mazzocchi y Laura Carlotto, en cuyo caso se añadía el secuestro de su hijo Guido, que había nacido cuando su madre estaba secuestrada y había sido entregado a una familia de trabajadores rurales (recuperó su identidad hace algunos años gracias al trabajo de Abuelas de Plaza de Mayo).
Por ese entonces en Argentina estaban vigentes las llamadas “leyes de la impunidad”, utilizadas para darles amnistía e indulto a autores de los crímenes de lesa humanidad durante el terrorismo de Estado y que también habían dejado sin efecto el Juicio a las Juntas, llevado a cabo en 1985, durante la presidencia de Raúl Alfonsín.
Aquel proceso había condenado a los jefes militares del gobierno de facto ( que luego fueron liberados gracias a los indultos). Pero no había afectado la cadena de complicidad de otros oficiales de las fuerzas armadas, de dueños de empresas que pasaban las listas de sindicalistas a la policía ni de médicos que firmaban partidas de nacimiento falsas para permitir la apropiación de los hijos de desaparecidos nacidos en cautiverio, participaban en torturas y anestesiaban a los secuestrados antes de que fueran arrojados al mar en los llamados "vuelos de la muerte".
Lita estaba allí, en Roma, y no había faltado a ninguna audiencia. Invitada de la Comunidad Valdense, porque con su jubilación nunca habría podido permitirse viajar y alojarse en Italia. “Pero yo les cocinaba”, subrayaba. Porque su dignidad nunca le habría permitido sentir que vivía de la caridad, ni siquiera como una mínima compensación por todo lo que había debido atravesar.
“El 29 de mayo de 1976 se llevaron a mi hijo Miguel Ángel –contaba–. Casi un año después, el 24 de abril de 1977, secuestraron a mi hija, Adriana. Nunca más supe nada de ellos”.
Mientras hablaba de sus dos hijos, Lita tenía los ojos secos y la voz firme. En ocasiones incluso sonreía y hacía alguna broma. Recordar significaba reabrir una herida, pero ella no se echaba atrás. Entre otras cosas, el silencio no servía para sanar la herida.
Durante los días del juicio, al ser llamada a declarar, tuvo que recordar muchas cosas. “Éramos una familia normal de Buenos Aires –decía–. Yo era viuda, era empleada y no me interesaba la política”.
Miguel Ángel tenía 20 años, estudiaba arquitectura y trabajaba en Techint, una multinacional. Adriana era licenciada en Letras y era secretaria. Ambos habían estudiado -becados por sus buenas calificaciones- en el colegio italiano Cristoforo Colombo, donde son recordados con una baldosa.
“¿Qué habían hecho? Militar en la Juventud Universitaria Peronista, una agrupación estudiantil de izquierda –decía Lita–. Nunca habían cometido ningún delito”. Pero, para los militares, eso era suficiente.
“Miguel Ángel fue visto por última vez saliendo de la casa de un amigo para volver a casa. Nunca llegó –continúa la madre–. A Adriana, en cambio, se la llevaron delante de mis ojos. Habíamos ido a misa. Ella caminaba unos metros delante mío. Recuerdo que llevaba un vestido azul. Dos hombres la arrastraron hasta un coche y no pude hacer nada para salvarla. Sé que unos días después, en un centro de detención clandestino, encontró a un amigo suyo, que luego fue liberado. Me dijo que mi hija había preguntado por mí”.
Inmediatamente después de la desaparición de Miguel Ángel, Lita busca desesperadamente tener noticias de él.
“No denuncié inmediatamente su desaparición, porque se decía que cuanto menos alboroto se hiciera, mejor –continuaba el relato–. Por eso le pedí ayuda a un primo militar, pero fue inútil. Luego, por casualidad, me enteré de que una asociación de derechos humanos estaba organizando un encuentro para las familias de personas desaparecidas. Decidí participar y me encontré en una sala con cientos de personas cuyos hijos, maridos o mujeres, hermanos y hermanas habían desaparecido. Todas sus historias eran similares: eran estudiantes, trabajadores, sindicalistas, psicólogos, profesores”. Que habían sido llevados por la fuerza y nunca habían vuelto.
Fue después de ese encuentro que Lita decidió presentar su primer habeas corpus (una solicitud de liberación de detención ilegal en nombre del derecho a la libertad) por la desaparición de Miguel Ángel, al que le seguirían muchas otras denuncias, siempre sin resultado.
Pero después del secuestro de Adriana, unos meses más tarde, aquella mujer que hasta entonces había sido una simple empleada sin ningún interés en política, se transforma en una activista por los derechos humanos.
Deja su trabajo y se convierte en voluntaria de la asociación de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, de la que luego será presidenta.
“Iba allí todos los días para recibir nuevas denuncias, que siempre significaban revivir mi dolor –explicaba–. La desaparición es peor que la muerte. Significa no tener nada, ni siquiera un lugar donde ir a dejar una flor. Hoy, sin embargo, sé dónde están mis hijos: están acá, en mi corazón”.
Cada vez que pronunciaba estas palabras, Lita acariciaba un medallón con fotografías de Miguel Ángel y Adriana, que siempre llevaba colgado del cuello. “De las pocos que me quedan –añadía con una sombra en la mirada–. Los militares entraron varias veces a mi casa para registrarla y se llevaron casi todo”.
Lita también comienza a asistir a las reuniones de Plaza de Mayo.
En 1979 una delegación de madres viajó a México para encontrarse con el papa durante uno de sus viajes, pero no consiguió tener una audiencia.
“Fueron pocos los religiosos argentinos que nos ayudaron en esa etapa. Eso me hizo sufrir mucho, porque soy católica. Pero, aún así, seguí teniendo fe. Me dio la fuerza para aceptar lo que me había pasado. Y aceptar no significa rendirse y resignarse, sino seguir adelante, sin darse por vencido”.
Gracias a la ayuda de los monjes benedictinos de Bélgica, Lita y algunas compañeras consiguieron dinero para venir a Europa y hacer nuevos llamamientos. En Roma organizan una huelga de hambre, con exiliados argentinos, uruguayos y chilenos. Recurren a parroquias, sindicatos, organizaciones de derechos humanos.
Finalmente, la represión clandestina y las desapariciones se vuelven noticia. El papa lo menciona en un Ángelus, los periódicos publican artículos. En 1983 corren rumores de un posible juicio en Italia contra los militares. En ese mismo año termina la dictadura en Argentina y Lita decide regresar.
Con una promesa. La del nuevo presidente Alfonsín, que decía que los asesinos serían juzgados. “Pero gracias a una serie de leyes de indulto se mantuvieron impunes –recordaba con amargura–. A nosotros, los familiares, nos ofrecieron una compensación económica. Algunos lo aceptaron, otros no. Yo tomé ese dinero, pero no como un trueque, ni para dejar de buscar la verdad. Al contrario, los necesitaba para avanzar en mi lucha. No podría haberlo hecho con mi jubilación. Siempre pensé que, con el dinero de la indemnización, Miguel Ángel y Adriana me estaban ayudando desde el Cielo”.
Fue precisamente por un desacuerdo sobre la compensación económica que la asociación de Madres de Plaza de Mayo se dividió. La franja más radical, encabezada por Hebe de Bonafini, argumentó que aceptar esa suma significaba llegar a un acuerdo con la política y traicionar la causa. El grupo del que formaba parte Lita -con Nora Cortiñas, Estela Carlotto, Tati Almeyda y Vera Jarach- consideraba que la decisión debía ser personal y permaneció unido, con otras compañeras, en Línea Fundadora.
A principios de los noventa la idea del juicio en Italia tomó forma. Y Lita vuelve a viajar por aquel país, reuniéndose nuevamente con políticos y jueces. A finales de 1999, siete militares fueron enviados a juicio por el secuestro y asesinato de ocho desaparecidos de ciudadanía italiana.
Lita, como presidenta de la asociación Familiares desaparecidos y detenidos por razones políticas, se convierte en parte civil, asistida por la Liga por los Derechos de los Pueblos, con el patrocinio gratuito de los abogados Marcello Gentili y Giancarlo Maniga.
“De más de cien casos denunciados –explicaba– los jueces sólo admitieron aquellos sobre los cuales existen pruebas más sólidas”. Y sus hijos no estaban entre esos casos.
“Pero no importa –se apresuraba a decir–. Cada desaparecido representa a todos los demás. No quiero perderme ninguna audiencia de este juicio. Y como todas las demás 'madres', no hago todo esto porque sea una heroína, sino porque nuestros hijos lo merecen. Ellos son las víctimas, no nosotras”.
El juicio, que fue posible gracias a una ley que permite perseguir los delitos cometidos en el extranjero contra ciudadanos italianos siempre que no hayan sido juzgados en el país en cuestión, concluyó con una condena que no fue seguida por la detención de los culpables. ya que Argentina no concedió la extradición. Pero para los familiares fue una victoria, por más que hubiera sido simbólica.
Habrían tenido que esperar a la elección de Néstor Kirchner como presidente de Argentina en 2003 para obtener nuevos juicios, esta vez, en su país (y no sólo a oficiales superiores sino también a suboficiales y civiles).
La reapertura de los juicios fue posible por la ilegalidad de las medidas de impunidad anteriores, ya que -de acuerdo al derecho internacional- los crímenes de lesa humanidad no pueden ser amnistiados ni indultados.
Por segunda vez, después del juicio de 1985, Argentina se convirtió en uno de los pocos países del mundo capaces de llevar a cabo su propio juicio de Nuremberg, en este caso juzgado por tribunales nacionales y, por supuesto, sin pena de muerte y con pleno respeto de los derechos de la defensa.
No había manifestación, festival de cine, conmemoración, inauguración en el que Lita, a pesar de sus cada vez más persistentes problemas de movilidad, no participara.
Cuando nos encontramos por primera vez en Buenos Aires, más de 10 años después de aquella primera entrevista en Roma, me dijo: “Hace mucho que no te veo”. Cuando le anuncié que me había mudado a Argentina, me respondió: "Te tomó un tiempo decidirte".
En 2021 fue invitada a hablar en el colegio italiano Cristoforo Colombo al que habían asistido sus hijos. Antes del encuentro los alumnos estaban preocupados: temían ver a una mujer frágil que, de un momento a otro, se pusiera a llorar. Lita, al lado de Carlos “Charly” Pisoni (otro exalumno, hijo de desaparecidos y criado por su abuela), hablaba, reía, bromeaba, posaba en fotos grupales.
Sólo expresó una cosa que le pesaba: no tener los diplomas de secundaria de Miguel Ángel y Adriana, que probablemente se perdieron cuando el colegio se mudó del antiguo edificio al actual.
Cómo desciende el horizonte del deseo, cuando no sabés ni dónde llevar una flor y lo único que te queda es una fotografía en un colgante. Y cuánto aumenta el significado político de cada gesto, de cada palabra, de cada paso.
En cada ceremonia en honor a los 30 mil desaparecidos, cuando se pronunciaban los nombres de Adriana y Miguel Ángel, Lita respondía “¡Presente, ahora y siempre!”.
Hoy somos nosotros -los que la conocimos y la quisimos, las que quisieron sin conocerla personalmente-, quienes la saludamos y prometemos mantener viva memoria. Ahora y siempre, Lita. Ahora y siempre.