BUENOS AIRES – A fines del siglo XIX, en el corazón del Gran Chaco y el Mato Grosso, un hombre recorría tierras aún inexploradas, con una cámara colgada al cuello y la ambición de capturar, a través del lente, el alma de pueblos desconocidos para Europa.

Ese hombre era Guido Boggiani (Omegna, Piamonte, 1861 – Paraguay, 1901), un artista multifacético, etnógrafo, lingüista y comerciante italiano, cuya obra fotográfica –redescubierta más de un siglo después– hoy es el eje de una muestra que reivindica su mirada y su trágico destino.

“Guido Boggiani y el Chaco: una aventura del siglo XIX”, en exhibición en el Museo Fernández Blanco del Palacio Noel (Suipacha 1420), muestra cómo su trabajo sigue siendo un ejemplo raro de fusión entre ciencia y arte, entre investigación e intuición estética.

Boggiani se distinguió de los tantos viajeros europeos y estadounidenses que por entonces, con una mirada exotizante, buscaban en los “salvajes” de Sudamérica la confirmación de su supuesta superioridad. Sus imágenes, en cambio, se oponen a esa narrativa: documentan con respeto y profundidad a los pueblos caduveo y chamacoco, humanizándolos y capturando el momento de contacto entre mundos muy distantes.

Su enfoque fue revolucionario: aunque se había formado académicamente –estudió en la Academia de Brera en Milán–, Boggiani se reinventó en el terreno como fotógrafo-etnógrafo. No se limitó a observar: vivió entre los pueblos, aprendió sus lenguas, compartió sus costumbres y buscó un encuentro genuino con el otro.

Borja Cordeu, del equipo del museo, destaca cuán actual resulta su obra: “Muchas de sus fotos, incluso las de paisajes, podrían confundirse con obras contemporáneas por la forma en que retrata a sus sujetos. Tenía una mirada muy adelantada a su tiempo”.

Joven pintada, Nabilécche. Impresión sobre papel a partir de placa de 18 x 13 cm. Fotografía de Guido Boggiani.

A pesar de los obstáculos —que terminaron en una muerte trágica—, el fotógrafo logró ganarse inicialmente la confianza de algunas personas de las comunidades que retrató. Algunos incluso posaron para él, usando ornamentos que indicaban su rango dentro de la tribu.

Pero no todos confiaban en ese hombre extraño que traía consigo una tecnología desconocida. Tanto es así que en 1901 fue asesinado.

Algunas muertes ocurridas en la aldea fueron atribuidas a un supuesto poder maléfico de las fotos tomadas por el extranjero. Su cámara, vista con recelo, se convirtió en símbolo de una fuerza misteriosa y peligrosa.

“Para entender el contexto, hay que pensar que en esa época la fotografía requería sustancias químicas, incluso tóxicas, que a veces provocaban pequeñas explosiones, lo cual naturalmente podía generar miedo”, explica Borja.

La creencia de que la imagen podía robar el alma o atraer desgracias resultó fatal para Boggiani, víctima del malentendido y del miedo que muchas veces acompañan el encuentro entre culturas.

Al perder contacto con él, la Sociedad Italiana de Asunción, la ciudad más cercana, organizó una expedición para buscarlo. Descubrieron que el fotógrafo y su asistente, Félix Gavilán, habían sido decapitados. Hallaron los cuerpos y sus pertenencias, incluso se identificó al presunto asesino, pero nunca se esclareció del todo qué ocurrió.

Su archivo, que se creía perdido, fue recuperado y devuelto a la luz gracias al trabajo apasionado de los fotógrafos checos Pavel Frič e Ivonna Fričová. Siguiendo la pista de una historia familiar vinculada a Sudamérica, lograron devolverle al continente un patrimonio visual de inmenso valor humano y cultural.

Los negativos estaban enterrados pero perfectamente conservados, y se encontraban dispersos en distintos campamentos del territorio argentino, brasileño y paraguayo.

La muestra actual no es solo un homenaje a Boggiani: es una reflexión sobre el encuentro entre culturas, los prejuicios frente a lo desconocido y la importancia de una mirada que no juzga, sino que busca, aunque corra el riesgo de no ser recibida. Y nos recuerda que cada fotografía, incluso la más antigua, encierra un encuentro.