BUENOS AIRES – Argentina se moviliza en defensa de la universidad pública que, debido a los recortes gubernamentales, en un mes ya no podrá pagar los salarios de sus trabajadores docentes y no docentes.

En la capital del país (donde se movilizaron 800 mil personas) y en todas las ciudades principales, estudiantes, profesores, investigadores y empleados técnicos y administrativos, pero también ciudadanos comunes, protestaron a favor del derecho a la educación pública y gratuita para todas las personas.

Desde hace algunas semanas la Universidad de Buenos Aires (UBA) inició un plan para ahorrar en las facturas de electricidad: las clases se dictan con las luces apagadas y el uso de los ascensores está permitido sólo en casos especiales y a personas con problemas de movilidad.

Las universidades públicas argentinas son totalmente gratuitas y su sostenibilidad fue puesta en discusión en varias oportunidades.

Algunos políticos proponen la introducción de un cobro universitario en proporción a los ingresos o para los extranjeros que vienen a estudiar al país.

Sin embargo, hasta ahora estas iniciativas no han prosperado, ya que la idea de la gratuidad total de la educación está muy arraigada en Argentina y no es un punto fuerte exclusivo del peronismo. Se remonta a los tiempos de la presidencia de Sarmiento (1868-1874), precursor de la idea de la educación pública, laica, gratuita y obligatoria como instrumento de desarrollo del Estado.

El proyecto del presidente Javier Milei va más allá, en una dirección "chilena" de la educación universitaria.

A través de una reforma constitucional y durante la dictadura de Augusto Pinochet, en Chile se prohibió cualquier aporte económico estatal a las universidades públicas, que a partir de ese momento debían ser financiadas exclusivamente con el pago de sus estudiantes.

La educación superior se convirtió, de ese modo, en un privilegio para las clases altas. Las familias de clase media tuvieron que elegir a cuál de sus hijos matricular en la universidad, pedir préstamos impagables o buscar soluciones en el extranjero que, a pesar de todo, eran más económicas que las que ofrecía Chile.

No es casualidad que un grupo de estudiantes de la Universidad Argentina de la Empresa (UADE, de gestión privada) también apoye la manifestación de hoy, sensibles a la cuestión de principio: la libre elección del lugar para estudiar no exime al Estado de garantizar el derecho a la educación gratuita, una herramienta importante para el desarrollo social y el crecimiento personal.

Al estudiar la historia de las familias italianas que emigraron a principios del siglo XX, se puede observar la importancia de las instituciones académicas en la movilidad social.

De los barcos que llegaron de Italia se bajaron madres y padres analfabetos o con título de primaria y de las universidades argentinas salieron jóvenes médicos, abogados e ingenieros, como relata la obra de teatro M'hijo el doctor de 1903, escrita por el uruguayo Florencio Sánchez (la dinámica fue similar para los dos países rioplatenses).

Son muchos los italianos que contribuyeron a la importancia de la universidad pública argentina.

Una de ellos es Julieta Lanteri, de origen piamontés, que da nombre a una estación del subte de Buenos Aires.

Nació en Cuneo en 1903 (su nombre de nacimiento, Giulia, fue "argentinizado" cuando llegó al país), y se graduó en medicina por la UBA. Feminista, fue la primera mujer en votar en Argentina, en 1911, porque demostró ante los tribunales que la ley electoral no mencionaba el sexo de los electores (como se daba por descontado que las mujeres no votaban, la Constitución de la época no decía nada al respecto). Luego se decidió que las listas electorales se confeccionarían sobre la base del padrón del servicio militar obligatorio, excluyendo entonces a las mujeres, que tendrían que esperar hasta 1943 para obtener el sufragio universal, impulsado por Eva Perón.

Julieta Lanteri votando, en 1911.

Lanteri murió en 1932, en un falso accidente automovilístico que en realidad fue un atentado organizado por un grupo de extrema derecha.

Otra mujer ilustre fue Eugenia Sacerdote, nacida en Turín en 1910, prima de la famosa Rita Levi Montalcini. Ambas huyeron de las leyes raciales del fascismo por ser judías y llegaron a dos países americanos: una a Estados Unidos y la otra a Argentina.

Sacerdote fue responsable de la introducción de la vacunación contra la polio y de muchas investigaciones sobre la demencia vascular, la enfermedad de Parkinson y el Alzheimer. Murió en 2011, con más de cien años, al igual que su prima.

Eugenia Sacerdote (foto: Wikipedia).

En el campo de la sociología, Gino Germani, nacido en Roma en 1911, dejó una huella tan importante que se le dedicó un instituto de investigación en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.

Llegó a la Argentina en 1934, luego de estar un tiempo en prisión por oponerse al fascismo. Estudió filosofía y se dedicó a la docencia y la investigación. Fue un precursor, porque entendió la necesidad de estudiar los procesos sociales, la secularización, la vida política como fenómeno social, por lo tanto con un nuevo enfoque metodológico.

Gino Germani en una foto de su archivo cuando regresó a Argentina.

Abandonó el país en 1966, en vísperas del golpe militar de Juan Carlos Onganía, y se trasladó a Harvard y Nápoles. Murió en Roma en 1979, y su archivo personal (con fotos, cartas, documentos, artículos, textos inéditos, conferencias y libros) regresó a la UBA en 2021, donde se constituyó el Fondo Documental Gino Germani.

El filósofo Rodolfo Mondolfo (nacido en Senigallia en 1877) también optó por el exilio en Argentina y en 1938, en medio de veinte años de fascismo, dejó su cátedra en Bolonia y pasó a ser profesor en las universidades de Córdoba y Tucumán. Lugares que nunca abandonó, ni siquiera cuando, en 1945, una vez terminada la guerra y caído el fascismo, le ofrecieron volver a trabajar en Italia.

Prefirió permanecer en el país que lo había acogido, donde murió casi centenario en 1976, tras donar su archivo a la Fundación Dante Alighieri de Buenos Aires.

Traducido al español por Paula Llana