AYOTZINAPA (GUERRERO) – Era la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014 cuando 43 alumnos de una escuela de maestros rurales de Ayotzinapa, en el Estado mexicano de Guerrero, desaparecieron en el aire.

Todos sabían que no eran narcotraficantes, sino que los chicos se dirigían a una manifestación. Lo sabían los soldados o policías que los detuvieron, los hicieron bajar, los interrogaron, los torturaron. Que quemaron sus cuerpos y esparcieron las cenizas para que no fueran identificados.

Vivir en Guerrero, uno de los Estados más pobres de México, significa vivir en una zona de guerra. Esa guerra simulada que el Estado declaró al narcotráfico desde 2006 (con la presidencia de Felipe Calderón). Y la real, dirigida contra la parte más pobre de la población, que en Guerrero se ubica en zonas rurales y tiene un fuerte componente indígena.

En Guerrero también está Acapulco, donde hizo escala el crucero de la serie El crucero del amor en los años ochenta. Destino favorito para las vacaciones de los habitantes de la Ciudad de México, seguros dentro de hoteles y playas privadas.

Desde 2006 hasta hoy en México ha habido 115 mil personas desaparecidas (casi la mitad, entre 2019 y 2023, durante el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, supuestamente amigo de los derechos humanos) y 72 mil cuerpos no identificados.

El caso de los 43 estudiantes es, por lo tanto, la punta de un iceberg que, a diferencia de otros, ha tenido una gran resonancia internacional. Las redes sociales se movilizaron, los medios de comunicación de los países europeos lo cubrieron, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos tomó medidas y nominó su GIIE propio (Grupo Interdisciplinario Independiente de Expertos) para Ayotzinapa.

“Pero el GIIE se retiró hace pocos meses, denunciando encubrimientos y boicots por parte de las propias instituciones mexicanas, que impiden que las investigaciones continúen”, declara Mercedes Doretti, antropóloga forense y miembro fundador del Equipo Argentino de Antropología Forense, una ONG creada para identificar los cuerpos de los desaparecidos de la dictadura argentina.

Hoy la organización colabora en investigaciones en otros países. Doretti, por ejemplo, es la responsable de Centroamérica y Norteamérica.

“Trabajamos como peritos de parte y ayudamos a las 43 familias de los desaparecidos de Ayotzinapa –explica Doretti–. Hasta el momento hemos logrado identificar los restos de tres personas”.

Pero el proceso judicial no avanza. También porque el 27 de septiembre de 2022 renunció Omar Gómez Trejo, fiscal a cargo de la investigación, denunciando presiones del propio Gobierno. Había sido acusado, a su vez, de favorecer ciertas pistas sin querer examinar las pruebas que iban en sentido contrario.

Según la versión oficial, los jóvenes querían llegar a la Ciudad de México en un autobús para participar en una marcha, pero entre los Guerreros Unidos (un cartel narco de la zona) se había corrido la voz de que, entre ellos, se habían infiltrado miembros de otro cartel rival –Los Rojos–, que habrían utilizado el viaje a la capital como cobertura para sus movimientos.

Los 43 desaparecidos habrían tenido la desgracia de acabar en medio de un enfrentamiento entre policías y narcotraficantes. Una versión sustentada por los fiscales de la época de Enrique Peña Nieto (presidente en los años 2012-2018) “que nunca ha convencido a nadie –observa Doretti– y que no coincide con nuestras investigaciones, ni con las del GIIE u otras organizaciones involucradas”.

Las organizaciones mexicanas de derechos humanos señalan con el dedo la criminalización de la disidencia por parte de Peña Nieto: la desaparición de los 43 chicos debe ser vista en ese contexto de represión y violencia. Aquella noche de 2014 también se produjeron seis muertos y unos cuarenta de heridos.

“México reconoció que fue un crimen de Estado, pero aún no tenemos los nombres de los responsables ni conocimiento de la dinámica de los hechos”, dice Doretti.

Mercedes Doretti del EAAF.

El año clave para entender ese complejo entrelazamiento de poder político y económico, fuerzas militares y crimen organizado que impera en México es 2006.

Felipe Calderón acababa de ganar las elecciones por un margen muy estrecho y había sido acusado de fraude. Entonces, para recuperar popularidad, declara la enésima guerra al narcotráfico. El resultado es una militarización total del país, que por un lado empuja a los narcos a armarse más y aumentar el nivel de violencia, y por el otro, fragmenta a las pandillas, en conflicto entre sí y con el Estado. La detención de los cabecillas, los jefes locales, rompe equilibrios y cambia alianzas. Hace que la situación sea ingobernable.

El mismo ejército, una vez que ha tomado el control de un territorio, ingresa al mercado local de drogas y prostitución, los dos elementos principales del PIB fantasma mexicano.

Mientras tanto, el crimen organizado consiguió infiltrarse en los municipios, llegando hasta las instituciones federales. Ese tercer nivel del que habló Tommaso Buscetta con Giovanni Falcone y que cambió la lucha contra la mafia en Italia.

Si las familias de los 43 estudiantes de Ayotzinapa llevan 10 años esperando justicia, Tita Radilla lleva cincuenta años buscando la verdad sobre su padre Rosendo, maestro, líder comunitario de Guerrero y autor de corridos (baladas populares con fuerte contenido social). Detenido en 1974, nunca regresó.

Tita se ha convertido en la precursora de una nueva fase de defensa de los derechos humanos, en que las familias se organizan en brigadas de búsqueda, equipos de pesquisa, y gestionan las investigaciones de modo independiente. En muchos casos son ellos quienes localizan las fosas comunes donde están enterradas las víctimas. Luego le llega el turno a organismos como el EAAF, que se encarga de devolver la identidad a los cuerpos.

Tita tiene a su favor un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos –órgano supranacional con poder coercitivo– que ordena al Gobierno mexicano poner a disposición los archivos para dar a conocer los hechos y rastrear las cadenas de mando. Pero el Gobierno nunca cumplió.

Y ahora, 50 años después, incluso si se determinaran las responsabilidades, los autores materiales e instigadores estarían todos muertos o serían muy viejos. Es imposible obtener cualquier forma de justicia que no sea puramente simbólica.