MONTEVIDEO – Uruguay se convirtió en el primer país de América Latina en aprobar una ley que legaliza el suicidio asistido.

La ley “Muerte digna”, aprobada definitivamente el 16 de octubre después de cinco años de debates parlamentarios, permite que personas con enfermedades incurables y condiciones de salud irreversibles soliciten, de manera consciente, la interrupción voluntaria de la vida con la asistencia de un médico.

El texto es el resultado de un largo proceso político y social iniciado en 2020, con la primera propuesta del diputado colorado Ope Pasquet, luego retomada por el Frente Amplio –entonces en la oposición, pero hoy en el gobierno– y respaldada por distintas organizaciones de la sociedad civil.

“No es una ley surgida a las apuradas, sino una ley que se discutió durante años. Recibió aportes de médicos, colectivos, enfermeros, especialistas en cuidados paliativos y de la sociedad civil. Es el resultado de un proceso amplio, plural y muy pensado”, explica Jeniffer Velazco, quien siguió de cerca el debate desde el grupo Empatía Uy.

El primer impulso concreto llegó con el caso de Fernando Sureda, exdirigente de la federación de fútbol uruguaya que padecía esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Fue él quien pidió de manera pública por el derecho a morir. Se convirtió en el rostro simbólico del movimiento por la legalización de la eutanasia. “Sureda fue el punto de partida, pero el tema ya estaba instalado. En Uruguay se hablaba hace tiempo del derecho a morir con dignidad”, señala Velazco.

Según Miguel Pastorino, bioeticista y docente de la Universidad Católica del Uruguay, opositor a la norma, justamente su historia muestra los límites de una ley que, a su juicio, podría reducir las garantías para las personas vulnerables.

“Sureda murió bien, acompañado con cuidados paliativos y sin sufrir. Al final desistió de pedir el suicidio asistido y atravesó un proceso de aceptación y reconciliación”, explica el profesor, que sin embargo aclara que “siempre siguió apoyando una ley de eutanasia. Si hubiera existido en aquel entonces, no habría vivido ese proceso humano”.

La ley establece que la solicitud debe ser presentada personalmente por el paciente, en plena capacidad mental, ante un médico y dos testigos independientes que no tengan intereses económicos ni familiares.

Sin embargo, para Pastorino esta garantía formal no basta para eliminar los riesgos de presión psicológica o social.

“Una persona puede estar lúcida, pero emocionalmente frágil, o vivir en un entorno familiar complicado, donde haya presiones, cansancio o culpa”, señala, sosteniendo que no alcanza con dos testigos: “Se necesita una evaluación multidisciplinaria, con un psicólogo o un trabajador social que pueda entender si esa decisión surge realmente de la libertad o de la vulnerabilidad”.

Pastorino también teme que la ausencia de una instancia obligatoria de cuidados paliativos exponga a las personas a decisiones no completamente libres: “Una persona que sufre no es libre de elegir la muerte. Primero hay que aliviar el dolor, garantizar que nadie elija morir solo porque no recibió suficiente atención o alivio”.

Velazco, en cambio, reconoce que la ley no impone los cuidados paliativos, pero defiende la decisión como coherente con la autonomía del paciente: “La persona debe ser informada sobre su derecho a los tratamientos paliativos, pero no está obligada a seguirlos. En Uruguay ningún tratamiento médico es obligatorio. Hay personas que no quieren morir sedadas, sin conciencia, sino mantenerse lúcidas, acompañadas, y elegir cuándo decir basta”.

Para Pastorino, sin embargo, presentar la muerte como una alternativa terapéutica es un error ético y cultural. “Si no se alivia el sufrimiento, la persona elige la muerte porque no tiene opciones, no porque sea libre”, afirma, y sostiene que “una sociedad que acompaña y cuida la fragilidad es más justa que una que propone la muerte como solución”.

El bioeticista también plantea dudas sobre la definición de los criterios clínicos en la ley: “La norma habla de enfermedades incurables y condiciones de salud irreversibles. Esas categorías son demasiado amplias y podrían incluir también la vejez o la discapacidad. Así se corre el riesgo de discriminar las vidas más frágiles, creando una jerarquía implícita entre existencias dignas e indignas de ser vividas”.

Velazco, por su parte, defiende la decisión del legislador de no enumerar enfermedades específicas, subrayando que “si la ley nombrara patologías concretas, dejaría afuera a quienes sufren enfermedades raras o poco conocidas. La intención es que abarque a quienes se encuentran en una condición donde la medicina ya no puede intervenir, y que sea la persona, plenamente consciente, quien decida”.

De todos modos, el debate no se cerró con la aprobación del 16 de octubre: ahora será el Ministerio de Salud Pública el encargado de transformar la norma en práctica médica. Esta etapa de reglamentación, explica Velazco, durará 180 días, durante los cuales se deberán “definir los mecanismos prácticos, consultando a los colegios médicos, sindicatos y asociaciones profesionales, para establecer cómo aplicar la ley y qué procedimientos seguir”.

Uno de los puntos aún abiertos es la formación del personal sanitario, que no tiene experiencia directa en procedimientos de eutanasia o suicidio asistido.

“En la ley eso no está contemplado –precisa Velazco–, pero deberá incluirse en la reglamentación. Es un aspecto que abordará el Ministerio de Salud, porque hará falta una formación específica y protocolos claros para acompañar al paciente, evaluar sus condiciones y asegurar que todo se realice de manera ética y segura”.

Para Pastorino, sin embargo, también en este punto persiste una contradicción de fondo: “Ningún médico está formado para matar a un paciente. La vocación médica es curar, no provocar la muerte”.

La reglamentación se espera para abril de 2026 y deberá definir los protocolos, controles y procesos de formación del personal sanitario, buscando un equilibrio entre el derecho a decidir sobre la propia muerte y la responsabilidad colectiva de acompañar a quien sufre.