BUENOS AIRES – Pizza Calda es un lugar “de barrio”, donde el dueño está en la caja y saluda a los clientes asiduos por su nombre. 

Miguel Ángel Mangiante abrió su local hace más de cuarenta años junto a su cuñado que, al quedarse sin trabajo, había pensado en emprender en el sector gastronómico. 

Contrataron a dos maestros pizzeros de La Boca y el 28 de febrero de 1980 comenzó la aventura de Pizza Calda. Desde entonces, el restaurante ofrece una pizza estilo porteño, con masa más gruesa y relleno más abundante, pero a base de tomates y mozzarella de calidad.

El nombre del restaurante y la ambientación con referencias a Italia son un homenaje al padre de Miguel Ángel, el italiano Eugenio Mangiante. 

Era un joven ligur que llegó a Buenos Aires con apenas dieciséis años, en 1924, huyendo de la guerra y en busca de un futuro.  

“Ahí está el mapa de Chiavari, donde nació papá”, dice Miguel Ángel señalando una pared donde sobresale el mapa de Liguria.

Al principio, Eugenio se dedicó a vender carbón y leña en un local del barrio de Recoleta, en el cruce de las calles Pacheco de Melo y Uriburu, y luego creció hasta poseer una flota de seis camiones cisterna que abastecían de combustible a estaciones de servicio. 

Se casó con una paisana de Liguria, Clotilde Garibaldi, con quien formó una familia. 

Como no había hecho el servicio militar obligatorio, sólo podía  regresar a Italia después de cumplir cincuenta años.

En 1955 llevó por primera vez a toda la familia a Italia: el pequeño Miguel Ángel tenía sólo siete años.  

“Creo que mi padre hizo bien en negarse a realizar el servicio militar –reflexiona–. Si hubiera ido al frente, tal vez no habría regresado". Para explicarlo mejor, Miguel Ángel cuenta la historia de su tío, que en cambio sí fue a la guerra. 

Las historias de su tío hablaban de frías noches durmiendo en el suelo. Pidió permiso para casarse y el azar hizo que esa misma semana su batallón fuera enviado al frente en Rusia, donde ninguno de sus compañeros de armas sobrevivió.

El tío pasó el resto de su vida viviendo al máximo. Era el único de la familia que había quedado en Italia y que no tenía miedo de tomar el avión para visitar Argentina. Murió a los ochenta años mientras conducía una moto. 

“Cuando vino a visitarnos acá era verano y lo llevamos a Mar Del Plata –recuerda Miguel Ángel–. En el camino le llamó la atención la extensión del campo repleto de vacas pastando y, al llegar al mar, la playa infinita a lo largo de toda la costa". A él, acostumbrado a los caminos de ovejas de las ciudades costeras de Liguria, a los viñedos en terrazas con vistas al mar, a las pequeñas playas encajadas entre las rocas. 

Miguel Ángel habla y escribe en italiano, se mantiene en contacto con sus primos y visita a menudo Chiavari. Son las únicas veces que no se lo ve en la caja de Pizza Calda.