BUENOS AIRES – Veinte años resucitando muebles que ya nadie quiere.

Sillas huérfanas, mesas destartaladas, aparadores olvidados en casa de la abuela. Televisores portátiles descoloridos por los años, tocadiscos desgastados por décadas de canciones de Gardel o colapsados ​​de improviso. Tazas de té que no combinan, cubiertos anticuados, cuadros de artistas desconocidos.

Las “cosas viejas” llegan a su stand en el Mercado de las Pulgas de Colegiales. Y él, Roque Azzolina, consigue sacar algo de cada una. Para él, Roque, no hay mueble, objeto o electrodoméstico que merezca ser despedazado y desechado como “residuo molesto”, abandonado en una bolsa negra junto al contenedor de basura, para morir solo. Todos, incluso los muebles, tienen derecho a una última oportunidad.

La historia de Roque, de 72 años, que tiene la tranquilidad melancólica y la elegancia ligeramente polvorienta de las cosas que vende, comienza en Butera (Caltanissetta), en Sicilia.

“Primero se fue de allí mi abuelo, luego mi padre –dice–. Tenía 18 años. Cruzó 15 mil kilómetros de agua durante 90 días en tercera clase”.

Italia había entrado poco antes en la Segunda Guerra Mundial y emigrar a la Argentina era la vía de escape para no verse obligado a partir como soldado.

Su padre siempre le hablaba de ese pequeño pueblo encaramado en una colina desde donde se ve el mar. Por eso, cuando Roque visitó personalmente a Butera, “era como si ya lo conociera todo. Incluso el verdulero que va de casa en casa repartiendo cajas de frutas y verduras”.

Durante muchos años Roque trabajó con su padre en la verdulería familiar. Llegó al Mercado de Pulgas en 2004, para ayudar a un amigo, ya fallecido, “que me invitó a sumarme a la ‘mística’ de este lugar –recuerda–. Se trata de devolver vida a objetos que alguien ya no quiere conservar y encontrarles ‘nuevos amantes’, como siempre digo”.

Su stand, que se asemeja a la sala de estar descrita en el poema L'amica di nonna Speranza, de Guido Gozzano, es un cruce entre la consulta de un psicólogo y el confesionario de una iglesia. Y Roque sabe escuchar, sea cual sea su papel.

“Los propietarios me cuentan la historia de objetos que tienen una vida más allá de su valor comercial –explica–. Los compradores vienen aquí a gastar poco, pero a veces me doy cuenta de que estarían dispuestos a hacer una mayor inversión para llevarse a casa más calidad”.

Es entonces cuando Roque se permite aconsejar y proponer. “El cliente a veces viene con una idea, ve algo totalmente diferente y se marcha con eso, que quizás no tenía nada que ver con el propósito inicial”, explica. Un poco como cuando una persona se enamora.