SANTOS LUGARES (BUENOS AIRES) – Sentarse en el jardín que tanto le gustaba a Ernesto Sábato. Observar sus libros, ordenados de manera obsesiva. Entrar en la sala donde se celebraban las reuniones de la Conadep (la comisión que investigó las desapariciones en la dictadura, nombrada por el ex-presidente Alfonsín y presidida por Sábato).
Escuchar anécdotas familiares de la voz de Luciana, su nieta, hija de su hijo mayor Mario.
Todo esto es posible en la casa-museo Ernesto Sábato en Santos Lugares, en el conurbano oeste de Buenos Aires. La casona donde el escritor vivió con su familia, a dos cuadras de la estación, rodeada de eucaliptos y de su aroma.
Desde hace cinco años, la calle lleva el nombre de Ernesto Sábato. “La decisión fue tomada de manera unánime por el consejo municipal”, explica orgullosa Luciana.
Hoy es una especie de “calle temática”.
Frente a la casa se encuentra un mural de Martín Ríos que retrata al escritor y, al lado, un centro cultural con una biblioteca popular, inaugurada por el mismo Sábato.
El muran de Martín Ron, enfrente a la casa-museo. (Foto: F. Capelli)
La visita a la casa-museo comienza por el jardín de la entrada, el favorito del escritor (su esposa prefería el que se encontraba en el fondo del terreno).
"Mi relato se basa en recuerdos personales y hechos que he reconstruido a través de documentos de archivo y testimonios. Esta es mi versión de la historia", advierte Luciana al inicio de la visita. Ella, arquitecta, estuvo a cargo de la restauración y la puesta en valor de la casa.
La historia de la familia Sábato comienza en Calabria, donde nacieron los padres de Ernesto.
Su padre era de Fuscaldo (Cosenza), junto al mar. La madre de San Martino di Finita, también en la provincia de Cosenza pero tierra adentro, y pertenecía a la comunidad Arbëreshë, los albaneses de Italia, resultado de las migraciones históricas provenientes de Albania durantes lo siglos XV y XVI, para escapar del avance del Imperio Otomano.
“Mi abuelo estuvo siempre interesado en sus origines italiano y le daba mucha curiosidad, sobre todo en la ultima parte de su vida, en la cultura de su madre, que había aprendido a hablar albanés antes que italiano”.
Una familia poco convencional desde el principio, en aquel sur italiano profundo que le ofreció a Argentina brazos para trabajar y cerebros brillantes.
"Mi bisabuelo era analfabeto. Su esposa, que hablaba italiano y una especie de albanés antiguo, era una mujer culta, que había podido estudiar", cuenta Luciana.
Cuando emigraron a Argentina ella ya estaba esperando su primer hijo. "Mi abuelo era el décimo de once hermanos –explica Luciana–. Nació el 24 de junio de 1911, el día de San Juan, con la tradición de las fogatas. El mismo día que nació, dos años antes, uno de sus hermanos murió cuando aún era un bebé".
Una vida que comienza con un aura de esoterismo.
"La infancia de Ernesto fue solitaria" –continúa su nieta–. Sobreprotegido por su madre, casi aislado, creció con una profunda vida interior. Escribía y pintaba".
Una militancia juvenil en el Partido Comunista, que terminó cuando emergieron los horrores del estalinismo. Estudió física y matemáticas ("porque los números y el orden me calmaban", según explicaba) y una brillante carrera universitaria que lo llevó a Estados Unidos y París, para investigar sobre la fisión nuclear.
"Por las noches, sin embargo, frecuentaba los bares de escritores y artistas surrealistas", agrega Luciana.
Después de 1945, con el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki, decidió distanciarse de la ciencia, para no proporcionar de manera involuntaria instrumentos de exterminio al poder.
Fue entonces cuando regresó a Buenos Aires y decidió dedicarse exclusivamente a la literatura.
Su trilogía El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y El ángel del abismo (1973) lo convirtió en uno de los exponentes del llamado Boom Latinoamericano, fenómeno literario de los años 60 y 70 del que también participaron el colombiano Gabriel García Márquez, el peruano Mario Vargas Llosa y el mexicano Carlos Fuentes.
"A su lado, toda su vida, estuvo Matilde Kusminsky, mi abuela", recuerda Luciana con ternura. Y pensar que su familia estaba en contra del compromiso, tanto que los dos muchachos tuvieron que emprender la fuitina, una costumbre típica del sur de Italia, es decir, huir juntos. Ernesto la secuestró a caballo pero, como un perfecto caballero, la llevó a casa de sus padres.
Fue una compañera de toda la vida, pero también asesora y editora de sus escritos. "La razón por la que las tres novelas salieron con tantos años de diferencia", revela Luciana, "es el continuo intercambio de borradores entre ella y Ernesto, antes de entregar la versión final".
El jardin de Matilde (Foto: Francesca Capelli)
La biblioteca - donde Matilde tenía su escribanía, para trabajar mirando el jardín desde la ventana - es la sala más extraordinaria. Allí se encuentran 3500 libros (en la casa hay seis mil).
"Cuando llegó el momento de restaurar", dice Luciana, "los moví y los coloqué en cajas en el mismo orden en que mi abuelo los había dejado, que nunca fue al azar.
Hay de todo: matemáticas, esoterismo, magia, psicología y antropología. Las novelas de otros escritores latinoamericanos, los clásicos rusos de los que era un gran admirador. Y, por supuesto, las traducciones de sus obras.
"El túnel tiene una traducción al kurdo, la lengua de una minoría que vive entre Turquía, Irán e Irak", señala Luciana.
Ernesto Sábato también presidió la Conadep, la comisión nacional sobre los desaparecidos de la dictadura establecida por el entonces presidente Raúl Alfonsín apenas se recuperó la democracia. "Las reuniones se llevaban a cabo en esta casa", explica Luciana. El abuelo solía llamarlos 'mis descensos a los infiernos'. Después de esa experiencia nunca volvió a ser el mismo. Su carácter se volvió más oscuro".
Fue el trabajo de la Conadep el que hizo posible la publicación de Nunca más, el informe sobre los crímenes de la dictadura, cuyo título se ha vuelto proverbial en Argentina como un repudio al terrorismo de Estado.
Un ejemplar del Nunca más (abajo a la derecha) en la biblioteca (foto: F. Capelli).
Cuando tenía alrededor de 70 años (falleció poco antes de cumplir cien años, en 2011), Sábato descubrió la pintura. Y dejó de escribir. "Solía decir que ya no nos veía, para que los editores lo dejaran en paz", relata Luciana entre risas. Pero yo misma lo vi, con más de 80 años, leyendo sin anteojos a los niños de una escuela".
¿Era un buen abuelo, entonces? "Sí, cuando estaba de buen humor, lo era muchísimo"–responde Luciana con una sonrisa cariñosa y un poco nostálgica–. Era un abuelo inconformista. Cuando tenía 5 años, me llevaba a ver los talleres de Antonio Berni y Raúl Soldi, luego a tomar café. ¡Y lo único que recuerdo de esas visitas son las galletas que me ofrecían para merendar!"
Luciana creció con la conciencia de vivir en una familia especial. "Cuando tenía 9 años, me nombró su secretaria con la tarea de ir a la oficina de correos a enviar sus cartas –dice–. Y en la escuela, cuando nos teníamos que presentar al inicio de clases, los maestros se quedaban atónitos al escuchar mi apellido. Me sentía obligada a sacar buenas notas".
En unos meses Luciana irá a Italia y espera poder visitar Fuscaldo, el lugar donde todo comenzó. Donde el padre y la madre de Ernesto partieron hacia el tipo de tierra prometida que era Argentina.
¿Argentina supo rendir el debido homenaje a este hijo que tanto dio como investigador, hombre de letras y defensor de los valores democráticos? Luciana lo piensa un momento. "No para mí", admite. Los argentinos lo quieren mucho, pero nunca fue tan reconocido como Cortázar o Borges. Los jóvenes lo leen mucho y, conociéndolo, creo que eso fue lo importante para él".
Para reservar la visita guiada (normalmente los sábados por la tarde a las 15 horas): whatsapp 1161677626 o contactar con la página de Facebook.